Así como Fermina Daza (la mujer por cuyo amor esperó más de cincuenta años Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera) tenía un muy desarrollado sentido del olfato, parece ser que yo, en los tiempos que corren, tengo algo de esa cualidad. Principalmente, cuando viajo en la combi.
Esto lo he podido comprobar últimamente al percibir algunos aromas, si no raros, cuando menos, atípicos.
Por ejemplo, el perfume clásico de los desodorantes ambientales que se encuentran en un telo. ¿Alguna vez prestaron atención a ese olor penetrante y con dejos de mal gusto? Yo no sé si el pasajero (utilizo el masculino generalizante, no es machimo) venía de pasarla bomba o si en realidad, precisa de un asesor de imagen a la hora de elegir perfumes, pero sé que durante ese viaje, lo único que faltaba en la combi era el regulador de intensidad de luz y un tema de Barry White, de fondo.
En todo caso, el fragante asunto, continuó al día siguiente, pero desde otro ángulo: esta vez fue una suerte de concurso de fragancias. Como si algunos de mis eventuales acompañantes se hubiesen puesto de acuerdo para retocarse el perfume. ¡Y que quede claro que había fragancias femeninas pero también masculinas! Porque después salen por ahí a decir que las mujeres gastamos mucho en perfume. Sí, puede ser. ¡Pero los hombres no se quedan atrás!
Ustedes se preguntarán si el cuentito termina acá. Pues no. Todavía falta el último acto.
Después de estas experiencias, me sentí relajada y dispuesta a acomodarme para meditar con los ojos cerrados cuando al tercer día comprobé que no había emanaciones que merecieran ser anotadas en esta crónica.
Sin embargo, debí recordar lo que decía Paulo Coelho en su libro El Alquimista: “Si sucede una vez, puede que no suceda más; pero si sucede dos veces, seguramente suceda una tercera”.
En fin, íbamos con marcha sostenida por la autopista, con una ventanilla algo baja, ya que la temperatura ambiente era agradable.
De pronto, los peores temores se hicieron realidad:
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