miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sobre caos, tamaños y placeres obligados

            Ayer fue un clásico día caótico en la ciudad. Si William Foster (Michael Douglas) viviera en Buenos Aires, seguro habría vuelto a sacar la metralleta de su portafolios: manifestación en la Costanera, paro de choferes de la línea 60 (el colectivo más popular de la ciudad, para aquellos lectores no nativos), corte en la autopista Ezeiza-Cañuelas, huelga del Ferrocarril Roca y –de paso- protesta sobre Av. Corrientes en el cruce de la plazoleta del Obelisca, a cargo de los docentes de la provincia de Misiones.
            Sin embargo y a diferencia de Foster, los pobres giles que viven en el Gran Buenos Aires, trabajan en capital y habitualmente viajan en los trenes y colectivos afectados, no suelen (digo “suelen”, porque la paciencia humana bien tiene sus límites aún fuera de las películas) romper en furia asesina. ¿Y qué hacen, entonces? Obvio, viajan en combi.
            Es así que llegué tempranito a la agencia (porque, ¡justo ayer tenía que ocurrírseme ir a las 8:30 en vez de las 11:00, como siempre!) y me encontré con que la habitualmente casi inexistente fila para sacar el boleto, esa mañana daba una vuelta completa a la manzana.
            Menos mal que me empezó a sonar la música de McGyver en la cabeza y, cual si sacara la Victorinox del bolsillo, tomé de la cartera la tarjeta magnética del abono y me mandé directamente a la fila para subir que no superaba las 30 personas. A razón de 19 por combi, calculaba tomar la segunda que saliera.
            Enorme fue mi sorpresa cuando advertí que no llegaba la tradicional Sprinter, sino más bien el Big Brother de las combis: el modelo (casi) ómnibus larga distancia. Digo “casi” porque no tiene baño ni cabina separada de choferes; y “larga distancia”, porque a pesar de ello es el vehículo que utilizan para hacer viajes contratados de 800 kilómetros.
            Como dice el dicho, “grandes problemas requieren grandes soluciones”: ante el aluvión humano, llamaron a la caballería mecánica.
            Así que ascendimos los treinta de golpe más unos diez que se habían sumado después de mí.
            Te subís a una de estas “combis” y te sentís importante, poderoso, ¿viste? ¡Es como ir por la calle escoltado por Paco Camorra*!
            Eso sí, de tanto músculo anabolizado, el pobre gigante no es muy ágil. Así que llegamos a la autopista que, aunque no era de las más afectadas por el caos, estaba sensiblemente más lenta que de costumbre y ahí nos quedamos, nomás.
            Era como tratar de darle velocidad a un elefante. ¿Alguna vez vieron alguno que corriera más rápido que una liebre? Claro, podría aplastarla con su tremenda pata, pero primero tendría que alcanzarla… Y después, en el caso de que lo lograra, no me quiero imaginar lo complicado que le resultaría al pobre animal despegarse los pedazos de liebre aplastada.
            En resumen, algo parecido le sucedía a este ómnibus: no podía hacer otra cosa que moverse en cámara lenta, en el espacio que le había tocado, mientras los vehículos más pequeños avanzaban escurriéndose por los huecos libres.
            Bocinazos, arranques bruscos, frenadas abruptas, quejas de los pasajeros, algún insulto reprimido del chofer y yo, tratando de sacarme la lagaña del ojo mientras me daba cuenta de que nunca llegaría a tiempo a esa clase de portugués.
            En eso, me acordé de lo que siempre decía un profesor que tuve hace algunos años: “cuando la violación es inevitable, relájate y goza”.
            Y como siempre fui buena alumna, apagué el celular, recliné el respaldo, me hundí en el asiento (que en este caso salía de mis parámetros de quisquillosidad sobre los que ya habrán leído) y me dispuse a terminar el recorrido roncando libremente.

* Paco Camorra: canción del grupo Séptima Brigada, inmortalizada por Luis Sandrini en la película El Profesor Patagónico -1970- (si no me creen, busquen en Youtube).


Imagen de: www.mundofotos.net


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